viernes, 31 de enero de 2014

CANTOS RODADOS Y MULAS

Es el año 2006. Mansilla de las Mulas, provincia de León. Pueblo de la meseta perdido en la extensa planicie, casi únicamente popular por la presencia de una prisión en sus afueras que acoge a más de 1.500 reclusos. Curioso y jeroglífico es su escudo, que muestra una mano algo ortopédica y una silla de montar.

La villa es también relativamente popular por una gran discoteca llamada "La Estrella", hoy cerrada y a la venta y dónde, según me contaron, tocaron algunos de los más afamados grupos españoles. Un peculiar y casi psicodélico cartel anuncia la venta de todo o de parte del suelo.

Curioso cartel que anuncia la venta del suelo de la macrodiscoteca rural "La Estrella".


Un antiguo monasterio de la localidad va a ser rehabilitado como Museo Etnográfico. Conserva casi intactos ocho pavimentos medievales realizados con cantos y guijarros de río de color oscuro que componen el fondo sobre el que destacan dibujos geométricos para los que se emplearon cantos de color blanco y vértebras humanas (creo) y de ovicápridos.





Se nos llama para la recuperación de dichos pavimentos. Hacía un par de años, otra empresa había extraído algunos de ellos para su posterior restauración y montaje, quedando almacenados en unas antiguas escuelas cedidas por el ayuntamiento de la localidad. Como es habitual, se entelaron los pavimentos para después cortarse en unidades manejables. Finalmente se almacenaron en cajoneras de madera hasta que llegase el momento de ponerles un nuevo soporte e instalarse otra vez in situ.




Estado en que nos encontramos algunos de
los fragmentos de pavimento.
Lamentablemente, dichas cajoneras llenas de porciones de pavimento fueron dejadas a la intemperie durante dos años en un patio de las citadas escuelas, por lo que el adhesivo de los entelados había perdido toda función quedando algunos convertidos en un amasijo de la propia tela, de piedras y de tierra. Tierra que, con la lluvia, permitió germinar infinidad de vegetación que se unía al revoltijo, salteado con caparazones de caracoles, colillas y envoltorios de chicle. La labor de recuperación se nos antojaba ingente. Necesitábamos suelos lisos y planos donde trabajar, por lo que nos vimos obligados a enrasar, tapar y nivelar todos los boquetes y desniveles con una aplicación de hormigón. Después extendimos sobre el suelo y boca abajo todos los cuadrantes de los pavimentos en su posición correcta. Labor tediosa la de ir recuperando y lavando miles de cantos de los amasijos y colocarlas en su posición.

Como era de esperar faltaban cientos de ellos, por lo que sólo había una solución: ir a la cercana orilla del río Esla y llenar carretillas de guijarros que después se seleccionarían por tamaño y color para reconstruir todas las zonas perdidas. Y allí me tenéis, queridos lectores, recorriendo kilómetros de orilla de río cogiendo piedras embarradas como quien coge setas. Como curiosidad diré que durante la recolección hallé una bala, probablemente de la Guerra Civil, que no llegó a matar a nadie. También un antiquísimo cochecito de juguete, monedas de antes de Franco y una cajita metálica dentro de la cual había un corazón tallado en madera con unas iniciales, quizás la historia de un amor perdido o jamás alcanzado. Como una banalidad romántica, dejé todo en su sitio para que, quizás algún día, alguien excavase en la zona y tratase de reconstruir el pasado en la zona. Niños, juguetes, secretos, corazones y balas; la vida misma.

Seleccionados los miles de pequeños cantos por tamaño, forma y color, procedió reconstruir todas las zonas perdidas siguiendo los calcos que se habían hecho antes de extraerse los pavimentos del suelo. Admito que fue divertido pero al acostarme por la noche sólo veía piedras y más piedras.

Volviendo a la historia, una vez reconstruidos penosamente los pavimentos y aplicado un nuevo soporte, necesitamos acarrearlos hasta el monasterio para volverlos a instalar. Son cientos de cuadrantes que en total pesan más de treinta toneladas. Nos disponemos a hacerlo contratando a algunos mozos del pueblo cuando una llamada del ayuntamiento nos hace detenernos. Resulta que, merced a un convenio entre la prisión y el ayuntamiento, existe un programa de trabajos para los presos con el fin de tenerles ocupados, de que ellos hagan méritos por buena conducta y, de paso, se conviertan en mano de obra gratis para determinados trabajos no especializados. Total, que nos ofrecen la posibilidad de que un nutrido grupo de reos nos ayude en la dura labor de cargar y descargar todas aquellas "losetas" de guijarro. Al escuchar aquella voz al teléfono, mis pensamientos son casi bipolares; por un lado siento alivio al saber que puedo contar con la ayuda de un montón de hombres, pero por otro me quedo perplejo y algo inquieto ante lo inesperado de la situación y el desconocimiento total sobre el tipo de personas que nos iban a enviar y sobre las razones por las que habían sido privados de libertad; hablando claro, los delitos o crímenes que pudieran haber cometido. Era de suponer que serían personas privadas de libertad por delitos menores, pero en el momento imaginé de todo.

La sugerencia del ayuntamiento va cargada de una cierta presión en el sentido de que aceptemos la oferta, por lo que finalmente accedo. Llega el día. El autocar que transporta a los presos del penal está a punto de llegar. Es primera hora de la mañana y esperamos su llegada. Como medida de precaución y ante el desconocimiento del tipo de personas que están al caer, escondo toda la maquinaria y útiles de trabajo, así como objetos que puedan ser usados como arma. Luego me di cuenta de que aquello fue una tontería, pero en el momento me pareció prudente. Estoy algo inquieto y pienso en qué actitud tomar a la hora de ser presentado. Decido que lo mejor es ignorar su procedencia, ser educado y cordial e incluso simpático y bromista. Siempre sin exagerar, claro. Y así es, llega el autocar y baja del mismo un funcionario de prisiones, enclenque y poca cosa pero dotado de fuerza mental y dotes de mando. Va seguido de un grupo de unas quince personas, evidentemente los presos. Van todos callados o hablando en voz baja, mirando con curiosidad la infinidad de "losetas" de guijarros que esperan a ser transportadas.

-Hola, buenos días. Soy fulano de tal, del penal de Mansilla. Y estas son las personas que van a echaros un cable con esto -dice el funcionario ofreciéndome su mano.

-Buenos días, encantado -respondo yo antes de mirar a los ojos a algunos de los presos y hacer un saludo general con la mano-. Muchas gracias a todos. Como veis vuestra ayuda es casi imprescindible.

Entonces el pequeño funcionario se da media vuelta y se dirige al conjunto de presos.

-Bueno, os repito lo mismo. Estáis a las instrucciones de este señor y por favor hacer lo que os diga sin alborotar.

Se escuchan comentarios afirmativos y asentimientos. Entonces me dirijo a ellos de nuevo.

-Pues como veis la cosa es sencilla. Es cargar en el camión estos bloques. Lo único importante es no mezclar los de un suelo con los de otro. Y llevarlos como mínimo entre dos personas porque pesan como un muerto.

Unas horas antes había llegado un equipo de la televisión regional para hacer un reportaje sobre los trabajos. Y ahí me tenéis, fingiendo que coloco unas piedras mientras me graban. Bueno, el caso es que empezamos a cargar los bloques, yo el primero por supuesto. Según me voy "emparejando" con cada uno de ellos a la hora de cargarlos me percato que hay varios sudamericanos. Intuyo que están ahí por tráfico de drogas o hurtos menores. Me viene a la cabeza la coincidencia entre el apelativo que reciben los que se exponen a pasar las aduanas con estupefacientes en su recto -mulas-, y el nombre del pueblo. Más tarde, uno de ellos me contaría brevemente su historia y sí, era una "mula". De entre todos me llama especialmente la atención uno de ellos. Es indiscutiblemente andaluz. Tatuado con amor de madre y con ademanes y virilidad de legionario. Es bajito y fornido. Pelo negro e hirsuto. Su mirada es fría y penetrante y su voz es inusualmente grave. Sus facciones parecen talladas a hachazos y su silencio es helador. Sin embargo es el que con más ahínco carga los bloques y quien da instrucciones a los demás. Es evidente que tiene personalidad de líder. Seguro que lo fue en su etapa precarcelaria también. Y ahí me tenéis, recorriendo el pueblo en la caja de un camión cargado de trozos de suelo medieval y de reos. La situación alimenta el jolgorio y los presos van saludando a todos los vecinos como si fuesen un equipo de futbol ovacionado por forofos. Llegamos al monasterio, sumido en una obra de rehabilitación integral. Hay cuadrillas de pintores, electricistas, decoradores, instaladores de pladur, herreros, etc. Y todos bajo la supervisión de un jefe de obra un tanto malencarado cuyo nombre voy a omitir. Nada más llegar y comenzar los presos a entrar en el monasterio, el jefe de obra empieza a dar voces.

-¡Mucho ojito, eh! ¡Mucho ojito! Como vea yo a alguno tocar algo se las va a ver conmigo -dice a gritos y en tono amenazante.
-A éste le metía yo en la tercera galería para que le pongan el culo como un bebedero de patos -me comenta el andaluz tras darme con el codo.
-No es un tipo que se haga querer, desde luego -respondo yo.
-Verás si todavía no se va caliente a casa.
-Nada, no le hagas ni caso, que se le va la fuerza por la boca.
-Por la boca le metía yo...
-Anda, no la liemos y vamos a empezar a descargar.

Total, que empezamos la dura tarea. Se realiza de forma ordenada y sin incidentes. Las "parejas" de carga se van alternando según avanza la tediosa labor. Tras múltiples viajes del camión al monasterio, comparto bloque con un brasileño de nombre Fabián. Está muy callado y aparentemente triste. Yo comento algo intranscendente, no recuerdo qué. Entonces habla con inconfundible acento portugués y un tono resignado y furioso a la vez, aparentemente cercano al llanto.

-Yo no debería estar aquí. ¡Qué demonio hago llevando de un lado a otro estas piedras?
-¿Por qué estás aquí? -le pregunto yo entendiendo que quería hablar de ello.
-Por una grande estupidez que cometí. Nada grave.
-Espero que te quede poco.
-Sí, me queda poco pero es eterna la espera -concluye Fabián.
-No lo pienses.

Al cabo de unas horas el trabajo está terminado y cientos de bloques repletos de guijarros se apilan en lo que serían las salas del museo esperando a ser colocados como las piezas de un puzzle gigantesco y pesado para componer de nuevo aquellos pavimentos que fueron pisados desde el año 1500 por las suelas de las sandalias de aquellos monjes agustinos, tan favorecidos por los reyes católicos por ser acérrimos defensores de la pureza de la fe católica. También serían pisados por las calzas del almirante de Castilla, Fadrique Enríquez, fundador del convento. Volviendo a la historia, a mi historia, diré que se me ocurre la peregrina idea de ofrecer a los presos una invitación a tomar algo en uno de los pocos bares del pueblo. Ellos reaccionan agradeciéndomelo pero declinando la oferta porque no les está permitido. Y recibo una pequeña reprimenda del funcionario por mi metedura de pata. Luego lo entendí perfectamente, claro, pero lo cierto es que me sentí muy agradecido y quise mostrarlo. Tras varios choques de manos y agradecimientos, los presos vuelven al autocar que les conduciría de nuevo al penal. Yo comenzaría a reconstruir los puzzles pensando en lo que acababa de vivir.

En aquel entonces, año 2006 creo, no había explotado aún la burbuja de la corrupción y salvo algunos casos aislados no tenía yo mucha idea de lo que se estaba cociendo. Hoy no puedo evitar pensar en lo absolutamente contradictorio de lo que se conoce como justicia. Sonriendo me imagino siendo ayudado a cargar suelos de piedra por los grandes delincuentes actuales, esos de azul hemoglobina, los procedentes de la usura y los democráticamente elegidos, encorbatados ellos y salidas ellas de la peluquería, rodeados de escoltas y policía. Y pienso también en algunos de estos pobres diablos (no todos, claro) que un día caen en la tentación de ganar un dinero sucio para dar un giro a sus vidas y que acaban unos años muy lejos de su tierra y de su gente, por ejemplo en el páramo leonés. Lejos de querer entrar en el debate de si merecen o no reclusión, lo que sí resulta tristemente palmario es que hay muchos/as que la merecen más que nadie pero la esquivarán merced a favores, fianzas e influencias de otros que, por ende, la merecen también, cerrando el círculo defensivo. Esos muchos que no necesitan ya nada y que, cegados por la ambición que medró en su cuna, defecaron sus escasos escrúpulos para adueñarse de lo ajeno, amparados tras sus escudos de sangre, poder y coacción. Adictos a los ceros a la derecha de sus cuentas bancarias, al "prestigio" y al no ser menos. Si uno roba, roba el otro y la otra, así que yo también. Y mi amiguete y mi sobrino.

Indagando, descubro ahora que el programa "Callejeros" realizó un documental dentro de una cárcel y que fue precisamente en la de Mansilla de las Mulas. He reconocido un par de caras en el reportaje. La vida allí seguirá transcurriendo intra y extramuros de la prisión, lenta y plana como la tierra que se pisa, salpicada por el continuo pasar de peregrinos en dirección a Santiago de Compostela. Un lugar de paso, voluntario para estos y forzoso para los presos, pero todos haciendo de algún modo un sacrificio expiatorio.

En fin, por acabar con una sonrisa hablaré de un curioso personaje de la villa. Un compañero y yo le llamábamos "el hortera amnésico". Hortera porque tenía una tienda de ultramarinos. Para quien no lo sepa, un hortera era un tendero en el Madrid antiguo. (ej.: "en la mercería de mi bisabuelo enviaban al hortera a entregar los pedidos"). Y amnésico por lo siguiente. Uno de los primeros días de trabajo entramos a su tienda a comprar verdura. El hombre, muy amable, nos hizo algunas preguntas.

-Y bueno, contadme ¿Sois peregrinos? ¿Desde dónde venís?
-No, no somos peregrinos. Estamos trabajando aquí -respondo yo extrañado dado que nuestra ropa de trabajo nos distinguía claramente de los peregrinos, lógicamente con indumentaria muy distinta.
-Ah -responde escuetamente el hortera.

Al día siguiente, o dos días después, volvemos a la tienda a comprar para el desayuno. Tras pagar se inicia de nuevo el particular interrogatorio.

-Así que sois peregrinos, ¿no? -vuelve a preguntar casi dando por segura la respuesta afirmativa.
-¿Eh? No, ya le dije ayer que no, que estamos trabajando aquí, en el convento.
-Ah -responde de nuevo lacónicamente.

Al salir, mi compañero y yo comentamos lo atontado que estaba este hombre. Era más que evidente que no éramos peregrinos por nuestra guisa, pero él insistía en su pregunta ya casi ritualizada. Al enésimo día de comprar allí y obteniendo siempre la misma pregunta por su parte, decidimos someterle a prueba y acentuar más aún nuestro aspecto de no-peregrinos. Se nos ocurrió entrar en su tienda con el casco puesto (imprescindible para el acceso a cualquier obra). Si aún así el hortera nos volvía a preguntar si éramos peregrinos, daríamos por sentado que el tipo estaba algo transtornado. Así que entramos cascos en testa, cogemos la compra y nos disponemos a pasar por caja. El hortera guarda silencio. Mi compañero y yo nos miramos con complicidad.

-Una botella de vino, otra de leche, una caja de galletas, café.... total 15 con 80 (o lo que fuese)
-Aquí tiene.
-Pues nada, buenas tardes -dice el hortera.
-Adiós, buenas tardes.

Salíamos por la puerta algo decepcionados. Nos habríamos partido de risa si nos lo hubiera vuelto a preguntar pese a llevar el casco puesto. Pero no, contra todo pronóstico no lo hizo esta vez. Pero en ese instante, coincidiendo con el chirrido de la puerta de la tienda al cerrarse...

-Oye, esperad. Tengo en oferta unas botas de buen vino de la tierra. Eso sí, es sólo para peregrinos, ¡Así que aprovechad!

No pudimos contener la carcajada delante de sus narices, claro está. Le compramos una bota y nos bebimos aquel vinacho a la salud del "hortera amnésico" y lo que nos había hecho reír sin pretenderlo.



Básicamente esto es lo que dio de sí este trabajo. Aprendí que no se debe juzgar demasiado pronto a las personas y supe que Themis padece ya de vista cansada o presbicia. Las "mulas" pastan mansas esperando a que acabe su castigo, el precio de su imprudencia. El arado del que tiran surca el terreno de sus propias vidas. Otros son potentes e insaciables cosechadoras de millon€s de mentiras; máquinas tan bien fabricadas que ni abdican ni dimiten ni cesan aunque la tierra que explotan esté ya casi esquilmada.      



Texto revisado por el gran Pepe El Víbora.