domingo, 24 de julio de 2016

LA ÚLTIMA POSADA


Allá por 2005 me encargaron la dirección de una campaña de verano de la escuela de restauración donde estudié a principios de los 90, con los alumnos que terminaban ese año. Se trataba de la restauración de una serie de elementos recuperados en las excavaciones arqueológicas de una mansio (posada) romana en un pueblo de la Sierra de Madrid. También de la extracción de algunos otros a medio excavar, entre los que se encontraban los restos humanos de un varón adulto que reposaban decúbito supino (tumbado boca arriba). Decidí que extraeríamos el esqueleto en su posición exacta, en bloque, sin desmembrar, conservando todas sus conexiones anatómicas, con la intención de poder exhibirlo en la futura exposición tal y como se halló. 

A los 4 alumnos/as les encantó la idea; no todos los días se sacan a la luz esqueletos de seres humanos que murieron hace más de 2.000 años. Llegado el momento, nos pusimos a retirar sedimento, limpiar los huesos, consolidarlos, engasarlos y protegerlos, para después verter espuma de poliuretano que atrapase el esqueleto y lo convirtiera en un conjunto unitario. Después lo llevamos al taller, que no era otra cosa que una villa señorial abandonada en cuyo salón principal habíamos dispuesto mesas, sillas y un improvisado laboratorio. Restauramos cerámicas, objetos de hierro y bronce, tejas, objetos de culto, etc. 

Y, cómo no, también el esqueleto, cuyo cráneo y mandíbula teníamos aparte para su limpieza más pormenorizada. La osamenta de aquel hombre, un varón joven, rondando los 1,80 m. de estatura, yacía ahora decúbito prono (tumbado boca abajo) y encapsulado en una estructura de poliuretano, papel de aluminio, gasa y tierra a modo de mortaja contemporánea, que poco a poco íbamos retirando a la vez que limpiábamos y consolidábamos. Una vez documentado y restaurado, volveríamos a cubrir su espalda para voltearlo y que quedase a la vista de frente, tal y como fue enterrado por, suponemos, sus familiares dueños de la posada.


Como en otras ocasiones, no pude ni quise evitar imaginar la vida y contexto de aquel hombre. Le bauticé como Pamphilus (hoy Pánfilo, que usamos como adjetivo sinónimo de bobo o lerdo, cuando en realidad significa bondadoso). Le supuse el hijo mayor del posadero. La posada era, a juzgar por los hallazgos, muy modesta y carente de lujos. Sólo unas termas darían descanso a los viajeros que llegarían por una calzada que aún se conserva, pese a haber sido usada como pista para carreras de motocicletas. Imagino al joven Pamphilus profundamente enamorado de una de las muchachas que trabajarían en la posada, una joven carpetana de pelo negro y ojos claros que evidenciarían su ascendencia celta. Un mal día, un conflicto con un viajero que se negó a pagar por el alojamiento acabaría con la vida del joven. Su cuerpo sería enterrado por su padre que poco después abandonaría la posada. 

El establecimiento quedaría abandonado y poco a poco sepultado hasta que en 2003 se sacase a la luz. Pamphilus fue enterrado sin el menor lujo, ni ritual u ofrendas funerarias, desnudo o con escasa ropa en una fosa junto al muro exterior de la posada. Su muerte sería literalmente inadvertida; era el hijo de un posadero en un lugar de paso perdido en la sierra. Quizás la joven carpetana llorase su muerte.

Pese a que los huesos de Pamphilus son sólo huesos, las ruinas inertes de un ser vivo, lo cierto es que manejarlos no me dejó impasible. Cada vez que miraba a las cuencas de sus ojos, vacías como cuevas horadadas por el agua, no podía evitar llenarlas con la imaginación y reconstruir una mirada muerta hacía dos milenios. ¿Qué podría contarme de su mundo? Escucharía perplejo sus historias, quizás banales, pero embellecidas por la profundidad del tiempo y el viaje hacia atrás sobre sus lomos. Y yo, mientras, inyectando resina en su descarnada osamenta para garantizar su conservación y que pudiese ser exhibida, quizás como elemento de misterio o detonante del regusto morboso que todos llevamos dentro. Así, además de conservar su carcasa, me apetece ahora este ejercicio de recuperación, imaginativa e indudablemente errónea, de aquello que no perduró de Pamphilus, su vida, su historia. Paradójicamente, algo de las instrucciones de fabricación de aquel ser humano persiste en esos sucios huesos en forma de ácido desoxiribonucléico. Quizás algo de su mente también pudiera recuperarse, pero nos quedamos con los huesos pelados de un sujeto anónimo que los cedió involuntaria a inconscientemente a la Arqueología.

¿Qué será de nuestros huesos si no nos incineran? ¿Qué contarían de nosotros? ¿Será lo único que quede además de un puñado de escritos y de fotografías? Quizás en un futuro nuestras consciencias y recuerdos puedan guardarse en soportes informáticos y ser en cierto modo inmortales. Yo "inmortalizo" ahora a "Pamphilus" como hace 11 años lo hice con lo tangible que quedaba de su ser.

Aquello a lo que llamamos nuestra vida no es más que un destello casi ridiculamente efímero en la eterna noche cósmica. Nuestros cuerpos, envoltorios desechables y reciclables. Quizás, sólo quizás, nuestra mente trascienda de algún modo hoy incognoscible. Moraleja: Dejemos algo más que huesos anónimos. Dejemos algo también de nuestras mentes. Por si acaso.

Ashes to ashes, dust to dust... and bones to exhibitions.