miércoles, 17 de julio de 2019

LA BROMA PERFECTA Y EL SANTO INOCENTE (YO)

Tras tres años de inactividad, retomo este blog. Y lo hago, al menos en esta ocasión, saliendo totalmente de la línea habitual que mantenía. Dedico esta entrada al recuerdo de una de las mejores bromas de las que tengo noticia. Lo habitual es que quien cuenta la broma es quien la ha maquinado y perpetrado, pero esta vez quien la cuenta es la víctima, es decir, yo mismo. He de decir que le doy una vez más mi enhorabuena a mi amigo Gonzalo por lo bien que lo llevó a cabo, aunque aún recuerdo la secreción de adrenalina que sufrí al aclararse el tema, asociada a un deseo casi inconfesable de estrangularle.

Corría el año de nuestro señor de 1984 y yo contaba 19 años. Era diciembre. Sí, lo admito, era el mismo día 28, en que tradicionalmente se celebraba -no sé si aún se hace-, el día de los Santos Inocentes. Dado que tal día uno debería estar alerta ante posibles bromas, esta circunstancia añade cierto patetismo al hecho de haber picado en ella como lo hice, de forma absoluta y sin paliativos que valgan. Ese viernes 28 de diciembre de 1984, estoy en casa junto a mi hermano Álvaro y mi madre. A primera hora de la mañana, suena el timbre de la puerta. No se esperaba a nadie, por lo que la llamada supuso cierta intriga. Fue mi madre, aún con los rulos puestos de la noche anterior, la que se dirigió a la entrada. Inspecciona a través de la mirilla y abre la puerta. Yo, por si acaso, observo desde el otro extremo del largo pasillo. 


-Buenos días -dice mi madre con cara de sorpresa, imagino.

-Buenos días; ¿vive aquí Don Carlos Burguete Prieto? -pregunta un joven militar con traje mientras baraja unos sobres.
-Sí, aquí vive... ¿qué ocurre?
-Nada, tranquila señora. Es sólo para entregarle una citación. Por favor, asegúrese de entregársela hoy mismo, ¿es posible?
-Sí, ahora mismo se la doy, no se preocupe.

-Gracias señora -dice el militar despidiéndose y lanzando una mirada subrepticia y un atisbo de sonrisa al fondo del pasillo, donde yo permanecía pálido y con cara pasmada. 

En aquel entonces yo estudiaba 2º curso de Físicas y, como el año anterior, había pedido prorroga por estudios ante el servicio militar, que por aquel entonces era, para quien por edad no lo sepa, obligatorio. Por tanto, la presencia de aquel militar en casa, entregando un sobre, no podía significar nada bueno; más bien todo lo contrario. Durante los escasos segundos que tardó mi madre en desandar el pasillo y entregarme dicho sobre, los peores presagios se agolpaban en mi mente, si bien todos se centraban en una misma idea: "no me han concedido la prorroga y me reclutan". Dado que no había aparente razón para que me negasen dicha prorroga, pasó por mi cabeza la sospecha de un conflicto armado inminente y que, por ello, se estaría llamando a filas a todo el mundo. Cojo el sobre entre mis manos, me acercó a un balcón para leerlo con luz de día, saco el contenido del sobre y, con el pulso muy acelerado, comienzo a leer.


Este era el contenido. Efectivamente, y como auguraba, aquello era una citación para reclutamiento. Recuerdo perfectamente el sudor frío de mis manos al volver a guardar el papel en el sobre. Sí, era el día de los inocentes, pero aquello no constaba en mi mente, absolutamente en shock. Se me citaba al día siguiente, sábado 29, en el gobierno militar, a las 8:00 de la mañana. Por supuesto, el resto del día fue una pesadilla. Aquello suponía, además de abandonar los estudios durante al menos un curso, someterme a algo que temía y detestaba a partes iguales. No era cosa menor, además, que me raparan la cabeza, ya que en aquel entonces concedía mucha importancia al aspecto postpunk que lucía en aquellos tiempos de Rockola. Dormí poco y mal aquella noche y, probablemente, sufriera alguna pesadilla. Sonó el despertador a las 6:30, desayuné algo y me fui andando hasta allí, muy cerca de Atocha. Recuerdo que no había amanecido y que sentí un frío atroz. Llegué diez minutos antes de las 8. Había una pequeña cola de gente esperando a entrar y me llamó la atención que no hubiera gente de mi edad en ella; ¿era yo el único pobre desgraciado al que llamaban a filas ese día? Recuerdo temblar de frío y de pavor. Sabía que saldría de allí conocedor de una noticia pésima; ¿me mandarían a Ceuta?, ¿a Canarias?, ¿a Burgos? Daba lo mismo. Lo único que parecía absolutamente claro era que mi vida estaba a punto de dar un giro brusco y que me esperaba un año perdido e interminable, ajeno a mis deseos de una forma que apenas podía imaginar. Sentí necesidad de llorar y de maldecir mi suerte, pero conservé la compostura; quizás fuese un error y, tras resolverse, se me concediera la prorroga. 


Poco después de las 8, un par de soldados abren las puertas de hierro pintado de negro. Sobre en mano, entro en el recinto y me dirijo al primer soldado que veo. 

-Mira, por favor, he recibido esta carta, ¿dónde tengo que ir?
-Ve allí, a esa ventanilla -responde el soldado con frialdad mientras me devuelve el sobre y señala.
-Gracias.

Me acercó donde me habían indicado. Sin poder tragar saliva de forma normal, me acercó a un mostrador donde un par de militares, aún adormilados, me ignoran totalmente. 

-Por favor, ¿pueden atenderme? -pregunto nervioso.
-Sí, dime -responde uno de ellos.
-He recibido esta carta, ¿dónde tengo que ir? -repito lo único que soy capaz de decir.

El militar abre el sobre, saca el documento y lo lee con calma.

-¿Tú conoces al teniente Fermín Paz? -pregunta a su compañero.
-¿Fermín Paz? Ni idea.
-Mira, sube a la tercera planta y pregunta allí -me dice el militar según me devuelve el sobre. 
-Gracias.

Subo a la tercera planta, extrañado por la actitud de aquellos dos militares. Allí me acerco a la primera puerta que veo, llamo con los nudillos, entro, repito mi frase como una letanía, y obtengo la misma respuesta. Llamo a dos o tres puertas más y lo mismo, idéntica reacción de los militares que me atienden. Bajo de nuevo a recepción y expongo el tema. Tras una breve charla, me mandan a otro edificio. El resultado es exactamente el mismo; nadie conoce a ese teniente y nadie sabe dónde derivarme. Recuerdo incluso que alguno insinuó que yo estaba intentando tomarle el pelo, extremo que yo, obviamente negué de forma taxativa. Total, sumido en mi inocencia, voy por tercera vez a recepción y digo lo mismo, que nadie sabe donde enviarme y que nadie conoce al teniente Fermín Paz. El militar, visiblemente molesto con mi insistencia, abre el sobre de nuevo y saca el papelote. Esta vez lo lee y lo analiza con mucho más detenimiento. Tras tensos minutos, habla.

-¿Sabes que te digo?
-Dígame...  -respondo poseído por la intriga.
-Que me parece que te han gastado un bromazo de película, majete. Este Fermín Paz no existe, lo he comprobado -dijo con una media sonrisa socarrona.

Fue en ese instante, querido lector, cuando, por primera vez en mi entonces corta vida, sentí una pugna de emociones librando una batalla por prevalecer sobre la otra. Un alivio ilimitado se abría paso entre la rabia y la sensación de la propia estupidez, inocencia y candidez, por haber caído de la forma más palmaria ante una pérfida y maravillosamente planeada broma, pergeñada, presumiblemente, por alguien de mi entorno. 


Avergonzado, miré al militar, recogí el sobre y salí de allí como atontado, presa de un cúmulo de pensamientos. El alivio indescriptible se impuso definitivamente, aunque la intriga por la identidad del perpetrador de la broma crecía sin parar. Durante el trayecto en metro, pensé y pensé en ello hasta caer en que lo más probable es que se tratara de Gonzalo. Nada más llegar a casa, marque su número fijo -claro está, entonces no existían los móviles -. 

-Dígame.
-Hola, buenos días, ¿se puede poner Gonzalo? 

-Sí, un momento, ¿de parte de quién? -responde su hermano
-Soy Carlos.

-Vale, espera.
-Gonzalo, es Carlos -escucho entre risas.
-Gonzalo, vengo del gobierno militar... ¿no habrás sido tú el que me mandó a un militar a casa con un ....

Una carcajada incontenible me interrumpe.
Omito el resto de la conversación dado que es fácil de imaginar y no la recuerdo bien.

Hoy me río y cuento esta historia con una sonrisa, pero en aquel momento fue una pesadilla de 24 horas con final agridulce. Es curioso como te puede cambiar la vida en unos minutos. En realidad no cambió nada, pero la falsa certeza de una distorsión inesperada y abrupta hacia un destino inmediato por el que se siente pavor, dejó un poso que hoy me hace rememorar aquellos temblores 25 años después. Claro está que hay cambios reales y de consecuencias infinitamente más graves, que dejan a la que aquí narro como una mera anécdota divertida. 

En fin, ya recuperado del susto, esa misma noche, tal y como tenía pensado, fui a Rockola. Tocaban Desechables, que grabarían allí en directo su LP "Buen ser-vicio". 


Irónicamente, lo que pudo ser la inminencia de un "Mal, pésimo y angustioso, servicio militar", se convirtió en una noche intensa e inolvidable, marcada por la euforia debida a que aquella pesadilla fuese sólo eso, el resultado de una broma perfectamente tramada y ejecutada. 

El apellido del falso teniente "Fermín Paz" también tiene su gracia. Exactamente paz fue lo que sentí cuando supe que aquello no era real y que mi vida seguiría con normalidad. Ocho años más tarde me enfrentaría a la prestación social sustitutoria de la "mili", capítulo de mi vida repleto de disparates y sinsentidos que otro día contaré.

El domingo siguiente fuimos a La Bobia (para quien no lo sepa, lugar de reunión de tribus y famosos de la "movida", especialmente los domingos). Allí moríamos de risa al contar lo ocurrido. 



En conclusión, me pregunto si merece la pena pasar por la angustia de una pésima noticia falsa para después sentir el alivio y la alegría al desvanecerse ésta. No sé qué responder. Quizás sí; al menos me sirve ahora para contarla e intentar hacer sonreír a aquellos/as que lean esto. Parece que sentimos, tanto el sufrimiento como la alegría, de forma proporcional al estado previo en que se dan los hechos y las situaciones. Parece, pues, que es el contraste lo que nos hace valorar, quizás exageradamente, lo bueno y lo malo. Hay sucesos que son, objetivamente y a todas luces, nefastos, pero muchos otros son valorados desde la ceguera que impone la ruptura, supuestamente traumática, de un determinado estado o la pérdida de lo que tenemos o creemos tener. Como decía Javier Corcobado, lo que nos mueve es el hambre, no el alimento y, parafraseándole, diría que nos mueve la paz y no el fin de la guerra. 

Ahora me digo a mí mismo: "Sí, todo esto está muy bien, pero aplícate el cuento, que seguro volverás a picar en nuevas bromas y, sobre todo, en la trampa que tu mente te tienda cuando tu vida, tus deseos y tus miedos, se agiten trastocándolo todo, o al menos así lo sientas".