Me apetece contar algunas cosas de todas las que viví trabajando en el Monasterio de El Paular, en Rascafría, Madrid. Eran los años 1994-96 y fue en este lugar donde hallamos el barroco mensaje del carpintero Zeledonio Marín, aquel relacionado con el clavo en el nudo de la madera. Para quien no sepa de que hablo, le remito a mi entrada "Alguien publicó en mi muro hace 257 años" en este mismo blog.
Un monasterio es un lugar especial por muchas razones. Para un agnóstico anticlerical como yo que se ve circunstancialmente abocado a permanecer allí, ese carácter especial es percibido de forma muy distinta a la de los propios monjes o visitantes.
En aquel período habitaban la cartuja unos 15 o 16 monjes de
los cuales conocí más estrechamente a 7. Se me ocurrió la gracia de, dado que mi socia se llama Bianca, decir que eran "Biancanieves y los 7 monjitos". Yo no sabía nada de estas cosas
pero a la fuerza me enteré, por ejemplo, de que ellos eran “cartujos” y que su
indumentaria era un hábito color pardo oscuro. Supe que desde temprano se
reunían para sus ceremonias y cantaban maitines o lo que fuese. El silencio, la
fría piedra, los cantos de las aves en primavera y aquel otro reverberante y sobrio
de los monjes componían un ambiente muy especial que incluso a mí me
sobrecogía.
Trabajábamos en la biblioteca.
El primer año nos ocupamos de
restaurar las pinturas murales de la bóveda; lo habitual de inicios del siglo
XVIII; santos, vírgenes, angelotes y guirnaldas.
Aupado a la bóveda sobre el
andamio que yo mismo había montado entraba en un estado de aislamiento
delicioso mientras consolidaba aquellas pinturas.
El olor a madera de pino y
nogal de la enorme librería que restauraríamos unos años después colaboraba a
esa sensación embriagadora. El paisaje es de una belleza seductora. La nevada
sierra de Madrid de fondo, las verdes praderas y los famosos pinares del
Paular.
Y para embellecer más la experiencia dos años después, la historia del
clavo de Zeledonio tan especial y estimulante.
Sí, todo esto es muy bonito, muy bucólico y muy todo. Pero
la condición humana es la que es y el tríptico de psicologías de estos monjes
cartujos me hacía descender de ese limbo a la realidad más humana, a veces
cómica, otras ruin y otras casi indescriptible. La casi convivencia con los
monjes durante un dilatado período me permitió conocerles un poco a fondo y
examinar al ser humano debajo de ese hábito que les barniza de un ápice de
supuesta espiritualidad y pretende esconder las miserias propias entre sus
pliegues. Una de los primeros días de trabajo ocurrió algo que me permitió
conocer sin margen de error la catadura de dos de ellos. Una enorme lámpara de
madera pendía del centro de la bóveda de la biblioteca. Sujeta con una cadena
que perforaba la pintura mural, había sido instalada en tiempo reciente. Se
hacía imprescindible retirarla para acceder a todas los rincones y para que el
andamio con ruedas no topase con ella continuamente. Decidimos comentar a uno de los monjes
nuestra necesidad de retirar la lámpara. Se trataba del “padre” Agustín.
Resultó ser el mejor de todos, un buen hombre de (entonces) 83 años, de trato
encantador y una candidez casi infantil, atento y servicial.
Total, que nos
subimos Agustín y yo al andamio para observar el enganche de la lámpara.
Estamos a unos 7 metros de altura. La forma de la bóveda no permite elevar con
más alturas el andamio, por lo que para llegar al punto más alto nos vemos
obligados a colocar tablones en último módulo y subirnos a ellos, sin
protección alguna. El andamio no es muy bueno y lleva ruedas. No es estable; se
mueve y se tambalea sensiblemente a cada movimiento nuestro. La idea es
desenganchar la pesadísima lámpara de la cadena y bajarla. Con el interruptor
apagado, corto el cable de luz y me dedico a levantar en vilo la lámpara mientras
Agustín maniobra para liberarla de la cadena. La labor se hace más complicada
de lo que parecía en principio. Repetidos intentos del anciano no logran
desengancharla. Pesa mucho y yo empiezo a agotarme de tenerla en vilo. El
andamio se mueve mucho y temo la posibilidad de que nos vayamos al suelo.
Decidimos descansar unos minutos. Miro para abajo y observó que otro de los
monjes nos mira en silencio sepulcral, muy pendiente de nuestras evoluciones.
Le ignoro y vuelvo a la tarea. Levanto la lámpara de nuevo y Agustín vuelve a
intentar soltarla.
-Vamos, Agustín... a ver si hay suerte ahora -digo yo.
-A ver, a ver si estoy mañoso. Creo que ya sé como
¿Aguantas? -responde el pequeño monje.
-Tranquilo, si veo que no puedo se lo digo y paramos otra
vez.
De repente Agustín logra soltar el gancho. Estaba haciendo
fuerza y el impulso le desequilibró. Se tambaleó y se me agarró a la manga del
jersey para no caerse, con lo que me desequilibró a mí. Pudimos habernos caído
muy fácilmente pero no fue así. Até la lámpara a una cuerda y la fui dejando
caer poco a poco hasta llegar al suelo. Agustín y yo nos felicitamos, pero yo
estaba lívido del susto. Una vez abajo, interviene el monje que miraba, el
“padre” Luis. Electricista de profesión, ingresaba en la cartuja cuando
le iban mal las cosas y la abandonaba cuando le salía trabajo. Así se ahorraba
una pasta gansa.
-Pues yo sé como bajar la lampara sin hacer lo que habéis
hecho -dice el monje electricista con aire de suficiencia.
Yo le miro estupefacto y le preguntó.
-¿Cómo?
-Subiendo por encima de la bóveda, debajo de la cubierta.
Allí está sujeta la cadena. Se suelta de allí, la vas bajando y ya está.
Me le quedo mirando atónito y pensando: “¿Y este cabrón ha
sido capaz de estar callado cerca de media hora viendo como nos jugábamos el
tipo en el andamio? Creo que no pude evitar mirarle con cara de asco.
Como diría un argentino y nunca mejor dicho, el “padre” Luis era un reverendo hijo de la grandísima puta. No me gusta usar este insulto, pero admito que su significado social tiene mucha carga y se ajusta perfectamente a la bajeza de este sujeto. Otro día se acerca a ver el desmontaje de la librería, una labor ardua y complicada y enormemente laboriosa. Detecta que no es en absoluto bien recibido. Se queda un rato en silencio observando y habla.
-Esto lo hago yo con cuatro tablas y un martillo.
Le miramos con semblante inexpresivo en silencio total.
Mantiene la mirada unos segundos y se va.
El “padre” Mateo es vascofrancés y cleptómano. Ronda
los ochenta y es aficionado a la jardinería. Era un tanto pícaro, lo que
constatamos continuamente al escucharle piropos dirigidos a mi socia Bianca,
algo subidos de tono. Entre nuestro material de trabajo hay un aspersor de
gran tamaño que íbamos a emplear para aplicar determinados productos a la
madera antigua. Un día ha desaparecido, junto con piquetas y demás útiles. A
la fuerza tenía que haber sido un monje. Pero ¿Cuál de ellos? Después de mucho
indagar, sorprendemos al “padre” Mateo escondiendo nuestras cosas en un
cuchitril. No hubo más remedio que ponerle en evidencia.
El “padre” Eulogio era un circunspecto señor
granadino, muy serio y bien hablado. Alto y espigado, luce siempre una
coloración roja intensa en su prominente nariz. Suele enzarzarse en largas charlas
sobre la historia del monasterio con las que nos deleita mientras
trabajábamos. No casualmente, él es quien se encarga de mostrar y explicar
las particularidades de la cartuja a los visitantes. Su permanente nariz roja y
un leve matiz en su voz nos hace pensar desde el principio que es un gran
aficionado a la ingesta de licores. Un día nos colamos en el refectorio
(comedor) para curiosear. Detectamos varias botellas vacías y una empezada de
brandy “Napoleón” escondidas detrás de esculturas. Probablemente propiedad del
“padre” Eulogio. Admito que me serví un copazo.
Mucho más joven que el resto, el “padre” Mario es,
muy probablemente, homosexual. De pelo rubio y acaracolado como un querubín,
abunda en ademanes femeninos exagerados y volanderos. Su habito es, con
diferencia, el más limpio y mejor cuidado de todos. Es aficionado a la pintura
y desarrolla su actividad en una pequeña casa de madera sita en el huerto. Un
día nos invita a ver su colección de cuadros. Bueno, no hacía falta ser un gran
experto para percatarse de que aquello no hay por donde cogerlo. Con evasivas y
medias verdades salimos del paso sin herirle gratuitamente.
Era muy amigo del “padre” Bernardo. Éste, de mediana
edad, era aficionado a las manualidades y había tenido a bien ocuparse de la
“restauración” de algunas esculturas del monasterio. Educadamente nos pide un
día opinión sobre sus intervenciones. Nos comenta que nos va a mostrar como ha
reconstruido los dedos de un San Miguel. En cuanto lo veo apenas pude contener
la risa. Escondo los labios hacia atrás mordiéndolos para esquivar la
carcajada. Asiento para no tener que hablar y dejar salir la risotada. Aquello
es de juzgado de guardia. Al aludido San Miguel le faltaban cuatro dedos de su
mano izquierda. El buen hombre había “rehecho” los dedos de tal modo que
aquello parecía un manojo de salchichas tiesas, rosas como la salsa y
ofreciendo abiertamente un aspecto grotesco. Me resulta imposible comprender
como él mismo no se daba cuenta de lo estrepitoso de su fracaso. Me maldigo por
no haberme decidido a fotografiarlo, ya que cosas así no se ven todos los años.
Tampoco pareció aquel manojo llamar la atención del “padre” Ildefonso.
Es el padre prior, el que manda allí. Parece buena gente, aunque no tanto como
Agustín. Aficionado a la horticultura, es fácil verle a ciertas horas dándole a
la azada pese a su avanzada edad. Muy interesado por el progreso de nuestro
trabajo, viene a vernos con frecuencia. Es navidad y, como es de esperar, se ha
montado un belén en el deambulatorio del claustro. Ildefonso parece estar muy
orgulloso del belén de este año al que califica de “muy realista”. Un día a la
hora de comer nos dice:
-Venid si queréis a ver el belén. Ya veréis que es muy
realista y nos ha quedado fenomenal este año.
Por no desairarle le acompañamos para verlo. Era, como no
podía ser de otro modo, el típico y archirepetido montaje de figuritas sobre
una tabla. Lo “realista” era el decorado. El río era un original papel de aluminio
arrugado; los árboles, ramas pegadas; las rocas, piedrecillas del río; la
estrella, una de cartón y papel charol. En suma, nada que lo distinguiese del
belén que habría en un colegio. Sin embargo hay algunas cosas que no pegan.
Entre ellas, unas piñas muy grandes que cuadruplican el tamaño de las figuras
(¿árboles?), pero lo que más me llama la atención es una serie de “peces”
colocados en tierra a ambas orillas del “río”. Empujado por la curiosidad
termino preguntando.
-Ildefonso ¿Qué hacen los peces fuera del agua a la orilla?
¿Se supone que los han pescado?
-Ah, no. No es eso. Ha sido una idea del padre Miguel. Ha
querido poner a los peces bebiendo en el río, ya sabes, como en el villancico.
-... -le miro en silencio a los ojos con cara de tonto y
titubeando la palabra “pero”.
-... -mantiene Ildefonso la mirada esperando algún
comentario mío.
-Pero... los peces viven en el río, no se acercan al río a
beber como los caballos.
-Ah, bueno, da lo mismo. ¿No ves que es un belén? Es
alegórico.
-Ah, en ese caso... -digo yo perplejo- ¿Y las piñas? -añado.
-Las piñas, piñas son.
-Ah.
Fotografía reciente. Ninguno de los monjes aludidos aparece en esta fotografía. Intuyo que la mayoría habrá fallecido ya. |
A veces pienso en la idea de, a la vejez, juntarnos en una especie de comuna senil con gente de gustos y sensibilidades afines. Algo a lo que hemos bautizado Cocoon, como la película. Y ahora pienso que quizás lo que hagan estas monacales personas sea algo parecido, con la gran ventaja de que les sale todo gratis y están en un lugar privilegiado. A cambio sólo tienen que rezar un poco y dejarse ver con sus hábitos por turistas y visitantes como parte del atrezzo.
Y es que los humanos somos, con nuestras virtudes y miserias que tarde o temprano afloran, seres individualistas en el fondo y para nada gregarios, adaptados culturalmente y de forma imperfecta a vivir en comunidad. Me pregunto por los secretos íntimos y las historias vitales de estos siete enanitos, autorecluidos tras los muros de esa prisión abierta, supuestamente dedicados a la introspección, al rezo y al estudio de las escrituras como leitmotiv de su aislada existencia. Y ya se sabe, la vejez nos hace y nos hará niños, inocentes y candorosos como el "padre" Agustín o miserables como el "padre" Luis. Otro día les tocará a las monjas, que también tienen lo suyo.
Me ha encantado, como los anteriores! Gracias por compartir tus vivencias! ;)
ResponderEliminarMuy bueno!
ResponderEliminarMuy interesante Carlos ¡Enhorabuena!
ResponderEliminarVaya experiencia Carlos!
ResponderEliminarMuchas gracias a todos!
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