lunes, 17 de marzo de 2014

DE MONJES Y PSICOLOGÍAS

      Me apetece contar algunas cosas de todas las que viví trabajando en el Monasterio de El Paular, en Rascafría, Madrid. Eran los años 1994-96 y fue en este lugar donde hallamos el barroco mensaje del carpintero Zeledonio Marín, aquel relacionado con el clavo en el nudo de la madera. Para quien no sepa de que hablo, le remito a mi entrada "Alguien publicó en mi muro hace 257 años" en este mismo blog.

       Un monasterio es un lugar especial por muchas razones. Para un agnóstico anticlerical como yo que se ve circunstancialmente abocado a permanecer allí, ese carácter especial es percibido de forma muy distinta a la de los propios monjes o visitantes.

      En aquel período habitaban la cartuja unos 15 o 16 monjes de los cuales conocí más estrechamente a 7. Se me ocurrió la gracia de, dado que mi socia se llama Bianca, decir que eran "Biancanieves y los 7 monjitos". Yo no sabía nada de estas cosas pero a la fuerza me enteré, por ejemplo, de que ellos eran “cartujos” y que su indumentaria era un hábito color pardo oscuro. Supe que desde temprano se reunían para sus ceremonias y cantaban maitines o lo que fuese. El silencio, la fría piedra, los cantos de las aves en primavera y aquel otro reverberante y sobrio de los monjes componían un ambiente muy especial que incluso a mí me sobrecogía. 

      Trabajábamos en la biblioteca. 

     El primer año nos ocupamos de restaurar las pinturas murales de la bóveda; lo habitual de inicios del siglo XVIII; santos, vírgenes, angelotes y guirnaldas. 

     Aupado a la bóveda sobre el andamio que yo mismo había montado entraba en un estado de aislamiento delicioso mientras consolidaba aquellas pinturas. 

      El olor a madera de pino y nogal de la enorme librería que restauraríamos unos años después colaboraba a esa sensación embriagadora. El paisaje es de una belleza seductora. La nevada sierra de Madrid de fondo, las verdes praderas y los famosos pinares del Paular. 

      Y para embellecer más la experiencia dos años después, la historia del clavo de Zeledonio tan especial y estimulante.

      Sí, todo esto es muy bonito, muy bucólico y muy todo. Pero la condición humana es la que es y el tríptico de psicologías de estos monjes cartujos me hacía descender de ese limbo a la realidad más humana, a veces cómica, otras ruin y otras casi indescriptible. La casi convivencia con los monjes durante un dilatado período me permitió conocerles un poco a fondo y examinar al ser humano debajo de ese hábito que les barniza de un ápice de supuesta espiritualidad y pretende esconder las miserias propias entre sus pliegues. Una de los primeros días de trabajo ocurrió algo que me permitió conocer sin margen de error la catadura de dos de ellos. Una enorme lámpara de madera pendía del centro de la bóveda de la biblioteca. Sujeta con una cadena que perforaba la pintura mural, había sido instalada en tiempo reciente. Se hacía imprescindible retirarla para acceder a todas los rincones y para que el andamio con ruedas no topase con ella continuamente.  Decidimos comentar a uno de los monjes nuestra necesidad de retirar la lámpara. Se trataba del “padre” Agustín. Resultó ser el mejor de todos, un buen hombre de (entonces) 83 años, de trato encantador y una candidez casi infantil, atento y servicial. 

      Total, que nos subimos Agustín y yo al andamio para observar el enganche de la lámpara. Estamos a unos 7 metros de altura. La forma de la bóveda no permite elevar con más alturas el andamio, por lo que para llegar al punto más alto nos vemos obligados a colocar tablones en último módulo y subirnos a ellos, sin protección alguna. El andamio no es muy bueno y lleva ruedas. No es estable; se mueve y se tambalea sensiblemente a cada movimiento nuestro. La idea es desenganchar la pesadísima lámpara de la cadena y bajarla. Con el interruptor apagado, corto el cable de luz y me dedico a levantar en vilo la lámpara mientras Agustín maniobra para liberarla de la cadena. La labor se hace más complicada de lo que parecía en principio. Repetidos intentos del anciano no logran desengancharla. Pesa mucho y yo empiezo a agotarme de tenerla en vilo. El andamio se mueve mucho y temo la posibilidad de que nos vayamos al suelo. Decidimos descansar unos minutos. Miro para abajo y observó que otro de los monjes nos mira en silencio sepulcral, muy pendiente de nuestras evoluciones. Le ignoro y vuelvo a la tarea. Levanto la lámpara de nuevo y Agustín vuelve a intentar soltarla.

      -Vamos, Agustín... a ver si hay suerte ahora -digo yo.
      -A ver, a ver si estoy mañoso. Creo que ya sé como ¿Aguantas? -responde el pequeño monje.
      -Tranquilo, si veo que no puedo se lo digo y paramos otra vez.

     De repente Agustín logra soltar el gancho. Estaba haciendo fuerza y el impulso le desequilibró. Se tambaleó y se me agarró a la manga del jersey para no caerse, con lo que me desequilibró a mí. Pudimos habernos caído muy fácilmente pero no fue así. Até la lámpara a una cuerda y la fui dejando caer poco a poco hasta llegar al suelo. Agustín y yo nos felicitamos, pero yo estaba lívido del susto. Una vez abajo, interviene el monje que miraba, el “padre” Luis. Electricista de profesión, ingresaba en la cartuja cuando le iban mal las cosas y la abandonaba cuando le salía trabajo. Así se ahorraba una pasta gansa.

      -Pues yo sé como bajar la lampara sin hacer lo que habéis hecho -dice el monje electricista con aire de suficiencia.

      Yo le miro estupefacto y le preguntó.

      -¿Cómo?
      -Subiendo por encima de la bóveda, debajo de la cubierta. Allí está sujeta la cadena. Se suelta de allí, la vas bajando y ya está.

      Me le quedo mirando atónito y pensando: “¿Y este cabrón ha sido capaz de estar callado cerca de media hora viendo como nos jugábamos el tipo en el andamio? Creo que no pude evitar mirarle con cara de asco.

      Como diría un argentino y nunca mejor dicho, el “padre” Luis era un reverendo hijo de la grandísima puta. No me gusta usar este insulto, pero admito que su significado social tiene mucha carga y se ajusta perfectamente a la bajeza de este sujeto. Otro día se acerca a ver el desmontaje de la librería, una labor ardua y complicada y enormemente laboriosa. Detecta que no es en absoluto bien recibido. Se queda un rato en silencio observando y habla.

      -Esto lo hago yo con cuatro tablas y un martillo.

      Le miramos con semblante inexpresivo en silencio total. Mantiene la mirada unos segundos y se va.

     El “padre” Mateo es vascofrancés y cleptómano. Ronda los ochenta y es aficionado a la jardinería. Era un tanto pícaro, lo que constatamos continuamente al escucharle piropos dirigidos a mi socia Bianca, algo subidos de tono. Entre nuestro material de trabajo hay un aspersor de gran tamaño que íbamos a emplear para aplicar determinados productos a la madera antigua. Un día ha desaparecido, junto con piquetas y demás útiles. A la fuerza tenía que haber sido un monje. Pero ¿Cuál de ellos? Después de mucho indagar, sorprendemos al “padre” Mateo escondiendo nuestras cosas en un cuchitril. No hubo más remedio que ponerle en evidencia.

      El “padre” Eulogio era un circunspecto señor granadino, muy serio y bien hablado. Alto y espigado, luce siempre una coloración roja intensa en su prominente nariz. Suele enzarzarse en largas charlas sobre la historia del monasterio con las que nos deleita mientras trabajábamos. No casualmente, él es quien se encarga de mostrar y explicar las particularidades de la cartuja a los visitantes. Su permanente nariz roja y un leve matiz en su voz nos hace pensar desde el principio que es un gran aficionado a la ingesta de licores. Un día nos colamos en el refectorio (comedor) para curiosear. Detectamos varias botellas vacías y una empezada de brandy “Napoleón” escondidas detrás de esculturas. Probablemente propiedad del “padre” Eulogio. Admito que me serví un copazo.

      Mucho más joven que el resto, el “padre” Mario es, muy probablemente, homosexual. De pelo rubio y acaracolado como un querubín, abunda en ademanes femeninos exagerados y volanderos. Su habito es, con diferencia, el más limpio y mejor cuidado de todos. Es aficionado a la pintura y desarrolla su actividad en una pequeña casa de madera sita en el huerto. Un día nos invita a ver su colección de cuadros. Bueno, no hacía falta ser un gran experto para percatarse de que aquello no hay por donde cogerlo. Con evasivas y medias verdades salimos del paso sin herirle gratuitamente.

      Era muy amigo del “padre” Bernardo. Éste, de mediana edad, era aficionado a las manualidades y había tenido a bien ocuparse de la “restauración” de algunas esculturas del monasterio. Educadamente nos pide un día opinión sobre sus intervenciones. Nos comenta que nos va a mostrar como ha reconstruido los dedos de un San Miguel. En cuanto lo veo apenas pude contener la risa. Escondo los labios hacia atrás mordiéndolos para esquivar la carcajada. Asiento para no tener que hablar y dejar salir la risotada. Aquello es de juzgado de guardia. Al aludido San Miguel le faltaban cuatro dedos de su mano izquierda. El buen hombre había “rehecho” los dedos de tal modo que aquello parecía un manojo de salchichas tiesas, rosas como la salsa y ofreciendo abiertamente un aspecto grotesco. Me resulta imposible comprender como él mismo no se daba cuenta de lo estrepitoso de su fracaso. Me maldigo por no haberme decidido a fotografiarlo, ya que cosas así no se ven todos los años.

      Tampoco pareció aquel manojo llamar la atención del “padre” Ildefonso. Es el padre prior, el que manda allí. Parece buena gente, aunque no tanto como Agustín. Aficionado a la horticultura, es fácil verle a ciertas horas dándole a la azada pese a su avanzada edad. Muy interesado por el progreso de nuestro trabajo, viene a vernos con frecuencia. Es navidad y, como es de esperar, se ha montado un belén en el deambulatorio del claustro. Ildefonso parece estar muy orgulloso del belén de este año al que califica de “muy realista”. Un día a la hora de comer nos dice:

     -Venid si queréis a ver el belén. Ya veréis que es muy realista y nos ha quedado fenomenal este año.

     Por no desairarle le acompañamos para verlo. Era, como no podía ser de otro modo, el típico y archirepetido montaje de figuritas sobre una tabla. Lo “realista” era el decorado. El río era un original papel de aluminio arrugado; los árboles, ramas pegadas; las rocas, piedrecillas del río; la estrella, una de cartón y papel charol. En suma, nada que lo distinguiese del belén que habría en un colegio. Sin embargo hay algunas cosas que no pegan. Entre ellas, unas piñas muy grandes que cuadruplican el tamaño de las figuras (¿árboles?), pero lo que más me llama la atención es una serie de “peces” colocados en tierra a ambas orillas del “río”. Empujado por la curiosidad termino preguntando.

      -Ildefonso ¿Qué hacen los peces fuera del agua a la orilla? ¿Se supone que los han pescado?
     -Ah, no. No es eso. Ha sido una idea del padre Miguel. Ha querido poner a los peces bebiendo en el río, ya sabes, como en el villancico.
      -... -le miro en silencio a los ojos con cara de tonto y titubeando la palabra “pero”.
      -... -mantiene Ildefonso la mirada esperando algún comentario mío.
      -Pero... los peces viven en el río, no se acercan al río a beber como los caballos.
      -Ah, bueno, da lo mismo. ¿No ves que es un belén? Es alegórico.
      -Ah, en ese caso... -digo yo perplejo- ¿Y las piñas? -añado.
      -Las piñas, piñas son.
      -Ah.

Fotografía reciente. Ninguno de los monjes aludidos aparece
en esta fotografía. Intuyo que la mayoría habrá fallecido ya.
       Un perfecto corolario a esta narración sería la manida frase “el hábito no hace al monje”. No sé si hay algo que “haga al monje”, pero desde luego el hábito no. O sí, según lo que entendamos por monje. Allí lo que había era un reducido grupo de seres humanos, de edad avanzada casi todos, que, por una razón o por otra, habían optado o no les quedaba otra que meterse a monje. Algunos quizás por vocación (sea eso lo que sea), otros por soledad, por desamparo, por aburrimiento, por necesidad, por falta de recursos, por miedo, por inadaptación, por tendencia sexual no declarada, por curiosidad, por presión familiar, etc. A saber. Quizás los muros de cal y canto y los hábitos de grueso lino sean buenos parapetos, lugares o envolturas donde ocultar los secretos ante los demás y puede que ante ellos mismos.

       A veces pienso en la idea de, a la vejez, juntarnos en una especie de comuna senil con gente de gustos y sensibilidades afines. Algo a lo que hemos bautizado Cocoon, como la película. Y ahora pienso que quizás lo que hagan estas monacales personas sea algo parecido, con la gran ventaja de que les sale todo gratis y están en un lugar privilegiado. A cambio sólo tienen que rezar un poco y dejarse ver con sus hábitos por turistas y visitantes como parte del atrezzo.

      Y es que los humanos somos, con nuestras virtudes y miserias que tarde o temprano afloran, seres individualistas en el fondo y para nada gregarios, adaptados culturalmente y de forma imperfecta a vivir en comunidad. Me pregunto por los secretos íntimos y las historias vitales de estos siete enanitos, autorecluidos tras los muros de esa prisión abierta, supuestamente dedicados a la introspección, al rezo y al estudio de las escrituras como leitmotiv de su aislada existencia. Y ya se sabe, la vejez nos hace y nos hará niños, inocentes y candorosos como el "padre" Agustín o miserables como el "padre" Luis. Otro día les tocará a las monjas, que también tienen lo suyo.