jueves, 24 de abril de 2014

MANDA HUEVOS (A LAS MONJAS PARA QUE NO LLUEVA EL DÍA DE TU BODA)

2014, Toledo, Convento de clausura.

Trabajo en diversas restauraciones que se acometen en cierto convento de la capital castellanomanchega, coincidiendo con todos los eventos relacionados con el aniversario de la muerte del cretense Doménikos Theotokópoulos, el Greco. Son varias cosas sobre las que intervenimos mi socia y yo; unas columnas, unas puertas, la espadaña con sus campanas y unos artesonados en los patios interiores. Impera el silencio. El convento está habitado por tres monjas de avanzada edad de las cuales sólo una se deja ver con frecuencia. Se deja ver y oír porque habla por los codos. Las tres mujeres son muy pequeñas, pero la parlanchina lo es especialmente. No creo que llegue al metro treinta.

Una mañana estamos en el zaguán, reconstruyendo unas columnas. Es una especie de hall de entrada al convento. Al estar el edificio en obras, nadie de fuera puede entrar sin autorización previa y sin casco y botas de seguridad. Hay silencio casi total sólo interrumpido por algún pajarillo.

Una mujer de mediana edad se acerca a la entrada del zaguán. Porta una bolsa que trata con delicadeza. Al ver que no hay nadie más y que las puertas están cerradas se dirige a nosotros, concretamente a mi socia.

-Por favor ¿Para entregar unos huevos? -pregunta la mujer sin preámbulo ni saludo alguno.
-... ¿Cómo dice? -responde extrañada mi socia.
-Sí, para darle huevos a las monjitas.
-¿Pasan hambre acaso? No lo parece -intervengo yo.
-No, es que es tradición.
-¿Es tradición darle huevos a las monjas?
-Sí, es para que no llueva en la boda de una amiga.
-.......... -Nos miramos en silencio intentando entender.
-Pues es que esto está cerrado por obras. Venga en unas semanas a ver -responde mi socia.
-Es que mi amiga se casa en unos días y sería una pena que le lloviese con el peinado que se va a hacer.
-.......... -nuevo silencio
-¿Y qué quiere que yo le diga? Pues que lleve un paraguas. Bueno, espere que aviso a alguna de ellas -dice Bianca.

Total, que va a avisar a alguna de las tres monjas. Da con la parlanchina que sale al zaguán a atender a la mujer de los huevos.

-Pediremos. Pediremos para que no llueva, vaya tranquila -concluye la sor sin poder disimular cierto hartazgo mientras coge la bolsa con los huevos.

Si alguien tiene curiosidad por esta tradición, tiene aquí un detallado artículo.

Ya que había salido de su clausura, la diminuta religiosa aprovecha para ponerse de charla. Tras un rato acaba diciéndonos que tiene por ahí guardadas unas tablas del artesonado con unos dibujos a lápiz preciosos.


-Pasad, pasad que os lo enseño y me decís qué os parece. Es como un moro y unos niños. Y un animal.
-Bueno, vamos a verlo -digo yo con cierta curiosidad e intuyendo algo cómico.

Esperamos un rato en el patio antes de que aparezca la mujer con una tabla que conservaba restos de pintura y, efectivamente, unos dibujos a lápiz de buena factura.

-¿Lo veis? ¿Veis al moro? ¿Y esto que parece un perro? ¿ Y los niños? Yo creo que esto lo hizo un moro ¿Verdad? -pregunta algo excitada.
-Pues sí, eso parece... supongo que sí -respondemos por decir algo.

Pero en ese momento, mirando de cerca el dibujo, observamos que uno de los dos "niños" dibujados exhibe un enorme pene erecto que aparentemente pasó desapercibido a la sor. Yo, sin mediar palabra, cojo la tabla de sus manos y la apoyo en una pared para fotografiar el detalle. Bianca empieza a contener la risa mientras la mujer insiste en sus preguntas.

-¿Serán angelitos? Claro que un moro dibujando ángeles raro me parece.
-A mí también. No sé yo si van a ser angelitos, eh... -respondo yo mientras fotografío.

Me percato casi de inmediato de que no son angelitos, ni siquiera niños. Es claramente una dibujo de marcado carácter sexual en el que una figura masculina parece querer llevar la mano de otra, femenina y con velo, a su prominente miembro enhiesto.


-Pero sí, un moro sí que parece ser el autor, fíjese -digo yo.

Después me detengo en el dibujo de un ave y en el de una cabeza de caballo, y el de lo que parece ser un cordero degollado. Y después poso mis ojos en una mano que parece estar asiendo algo cilíndrico. Y sí, amigos, es lo que estáis pensado, otra pene, si bien fláccido en esta ocasión.

-Y esta mano ¿Qué le parece? -pregunto a la hermana.
-Muy bonita. Se nota que el moro dibujaba muy bien. Y parece que la mano sujeta algo...
-Parece un capullo -digo yo al borde de la carcajada.
-Pues sí, eso va a ser, un capullo -concluye la religiosa.



Esa misma tarde volvemos al zaguán. Resulta que otros albañiles han picado el muro y en un orificio han encontrado un cráneo humano. Nos le enseñan. Por la morfología general y por la arcada cigomática supongo que se trata del de una mujer. Además es muy pequeño, como el equivalente a un varón de unos 10 años. Sólo conserva un par de dientes desgastados por lo que infiero de que esa persona falleció a una edad avanzada. Casi seguro que se trata de los restos de alguna monja que por alguna razón fueron emparedados hace quizás un par de siglos. El cráneo pasa de mano en mano. Algunos se niegan a tocarlo pese a llevar guantes. Finalmente lo dejamos donde estaba, aunque a mí me queda la idea de llevármelo a casa. Sin saber la razón, lo bautizo como sor Gertrudis. Imagino la posibilidad de meterlo en la mochila, pero claro, el scaner del control de acceso al tren a Madrid lo detectaría y me metería en un lío. Posiblemente el de seguridad lo vería en su pantalla, llamaría a la policía y me vería en la tesitura de explicar a los agentes la procedencia del hueso.

-¿Qué hace usted en posesión de restos humanos? ¿De dónde proceden? -me preguntarían.
-Es el cráneo de sor Gertrudis -diría yo.
-Vamos a ver; dígame ahora mismo como está usted en posesión de este cráneo.
-Verá usted, agente. Me lo he traído de un convento de clausura. Ha aparecido emparedado en un muro y me lo llevo a casa como decoración.
-Le insto a que abandone esa actitud y esas bromas. Explíquese y no me cuente historias.
-No le miento, es la cabeza de sor Gertrudis, muerta hace siglos. Es casi una pieza arqueológica.
-Entréguemelo ahora mismo. Va a venir con nosotros a comisaria hasta que se aclare esto. Su DNI por favor.

Después pensé disimularlo en la capucha de mi chaquetón, pero finalmente desistí.

En fin, ya en serio, parece ser que eso de "meterse monja" está en declive en España. En la mayoría de los conventos apenas van quedando unas ancianas acompañadas de sores sudamericanas o filipinas. En cuanto a las razones por las que una mujer ingresaba -o ingresa- en un convento de clausura, una mayoría de creyentes dirá -supongo- que siguen su vocación y se casan con dios, y que llenan de gozo su contemplativa vida. Otros, también algo simplistas, dirán que se "meten a monjas" porque son muy feas y nadie las quiere. Intuyo que, al menos hasta hace unas décadas, los conventos estarían poblados por agregados de mujeres con motivaciones o presiones heterogéneas. Junto a algunas que, engañadas, creyesen realmente que estarían más cerca de un ser creador enclaustrándose y dedicándose a rezar, habría otras "metidas" por sus familias ante comportamientos disolutos evitando que la niña pecase; otras, poco agraciadas físicamente y con escasas posibilidades de casarse, encontrarían un sustento entre los muros conventuales, quizás otras con problemas psiquiátricos, y otras tantas abducidas por alguna secta poderosa.

Me detengo a observar a la monja parlanchina. Es minúscula, con voz y ademanes de niña. Se la ve aparentemente feliz, pero no puedo evitar sentir algo extraño y triste a la vez. Una anciana que cubre su pelo sin conocer bien la razón o razones, quizás sin intuir que más allá de su observancia y obediencia de las normas, hay una voluntad ajena y atávica de sumisión y de negación total de su propia feminidad y sexualidad que, desvanecidas a sus edad, seguro trataron de aflorar en su juventud como en la de casi cualquier ser humano. 

La Biología -en concreto lo sexual y reproductivo- sentó las bases de unos comportamientos sociales determinados que, fusionados con las particularidades de la psyche humana en cuanto a creencias y dominio, mutaron en normas y reglas cuyo sentido -si alguna vez lo tuvieron- se perdió con el paso de los siglos hasta quedar como una conducta fosilizada e inamovible. Sexos negados, mentes obturadas, cuerpos que languidecen y vidas enteras entregadas a un ser bondadoso imaginario y a sus imaginados intercesores con los humanos.

A la entrada del convento hay un jilguero enjaulado. Cuando te acercas a él y le hablas canta y salta de un palito a otro en su angosto cautiverio. No sabe que sus alas le permitieron volar y ver la tierra desde una distancia. Y morirá sin saberlo mientras contempla por última vez los muros de su claustro.  

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