miércoles, 1 de julio de 2015

HISTORIAS DE BICICLETA 1: PERDIDO ENTRE DINOSAURIOS

En la anterior entrada contaba que al acabar la restauración de unos mosaicos en un pueblo cercano a Aranda de Duero, Burgos, partí con un amigo a Soria en biciclieta para restaurar otros. Ese viaje, que duró una tarde, una noche y una mañana de hace unos 20 años, estuvo salpicado de incidentes que paso a contaros para risión y escarnio si procede. 




Provistos de un mapa de carreteras, mochilas, sacos de dormir y poco más, salimos de la población burgalesa de cuyo nombre me acuerdo, Baños de Valdearados. La planicie del páramo permitía un rodar veloz y uniforme. Nuestro objetivo era hacer noche en San Leonardo de Yagüe, un pueblecillo a medio camino. Cumplimos el plan tras recorrer unos 100 kilómetros. Comimos como limas, dimos una vuelta por el pueblo, ya en perfecto silencio y a la débil luz de las escasas farolas, y buscamos un lugar donde extender nuestros sacos de dormir. Finalmente optamos por una pradera que apenas intuíamos en la oscura noche. Con una linterna elegimos un lugar, retiramos ramas y piedras y nos tumbamos al raso, mirando al cielo algo encapotado. Poco tardamos en quedarnos fritos, pero al rato algo nos despertó en plena madrugada. Unas pisadas lentas y unos resoplidos no dejaban lugar a dudas; un caballo negro se nos acercaba con curiosidad. Para el equino seríamos dos montículos alargados que la noche anterior no estaban ahí. El caso es que se acercó a mi amigo (Ángel en adelante) y comenzó a olfatear su cabeza. Yo observaba la escena con risa contenida y no sin cierto temor por si el animal la emprendía a coces con aquellas cosas extrañas.

-Fruzzz ... -resopló el caballo antes de volver a hundir su cabeza en el saco de Ángel, olfateando.

-Nchts! Nchts! -respondió Ángel chascando la lengua y tratando de alejar al curioso caballo.

-Fruzzz... -insistió el corcel ignorando por completo a Ángel.


Más "Nchts" y más "Fruzz" en un absurdo y estéril diálogo onomatopéytico.
Viendo que aquello no se resolvía, opté por tirar una rama para que cayera unos metros a la espalda del caballo, consiguiendo llamar la atención del animal, momento que aporvechó Ángel para incorporarse y continuar con sus inútiles "Nchts". Una vez vio el caballo que no había nada de su interés a sus espaldas, volvió a su tarea de olfatear el cabello de Ángel, pero esta vez, al verle incorporado se asustó y se alejó unos metros. Decidimos volver a intentar dormir pero fue en vano. A los pocos minutos estaba allí de nuevo el equino, acompañado esta vez de un compañero de pelaje algo más claro, o eso intuí bajo el levisimo resplandor lunar. Visto lo visto, más bien oído lo oído, decidimos irnos de allí y buscar otro lugar.
Adormecidos y cargando con mochilas y bicicletas, optamos por acampar bajo los soportales de la iglesia del pueblo.Allí tendríamos un suelo más duro y frío pero al menos estaríamos a salvo de la curiosidad de los caballos. Debió pasar una hora cuando otro sonido nos despertó. Efectivamente, el sonido de cascos andando sobre el empedrado nos reveló la realidad. El negro caballo nos había seguido con nocturnidad para continuar, obstinado, en su empeño de no dejarnos dormir. Esta vez fue a mí a quién se acercó. Le dejé hacer y lentamente saqué un brazo del saco y acaricié su cabeza que en esa situación me pareció descomunal. Al rato se fue de allí, resonando el hueco sonido de su andar sobre el frío granito. 

Ya de mañana reiniciamos el viaje hacia Soria tras un buen desayuno. Tiramos por atajos, caminos, sendas, carreteras secundarias, tratando en lo posible de pasar por lugares bellos. Todo iba perfectamente hasta que un problema con mi bicicleta lo cambió todo. El pedal derecho se desprendió. Era imposible repararlo sin medios. Tardé unos minutos en asumir que no me quedaba otra opción que continuar pedaleando con lo único que quedaba del pedal, es decir, el vástago metálico que lo sujetaba. Aparentemente no era tan terrible, pero nada más continuar camino constaté que cada pedalada suponía que el pie se desplazase hacia adelante, lo que me obligaba a levantar el pie cada vez y volverlo a posar sobre el eje. Este sencillo movimiento no suponía apenas esfuerzo de forma aislada, pero multiplicado por decenas de miles de veces, terminó a la larga haciéndose insoportable, además de forzarme a ir más lento. Así las cosas continué haciendo frecuentes paradas, pero no demasiadas si no quería llegar a Soria de madrugada. Mi cabeza me pedía pararme y llorar de dolor y de impotencia, pero no me lo permití; sólo había un objetivo: llegar. Ángel me ofreció cambiar a ratos las bicicletas pero me negué, aún no sé bien porqué. 

Por fin llegamos a Soria y paramos en el primer hostal que vimos. Daba todo lo mismo, lo único en nuestras mentes era descansar, cenar y ducharnos, no sé en qué orden. Fuimos a caer en una casa de habitaciones regentada por una mujer rusa. Tras aceptar las habitaciones, dejar datos, etc., la mujer, llamada Olga nos dice:

-¿Tú quieres chica esta noche? Muy guapas son.
-¿Cómo? -responde Ángel tras mirarme durante una elocuente décima de segundo.
-Compañía para unos chicos deportistas -explica Olga.
-No, gracias. Si cambiamos de opinión ya le decimos algo.
-Muy bien.

Huelga comentar que no le dijimos nada al respecto, tanto por el estado en que estábamos como por nuestras convicciones, las mías al menos. 

A la mañana siguiente Ángel volvió a Madrid y yo comencé a trabajar en el museo numántino. Tenía las tardes libres, así que no dudé en planificar salidas en bicicleta por las tardes. La que más me tentaba era la ruta soriana de los dinosaurios. Por los folletos que manejé, vi que se trataba de un recorrido por una serie de pueblos en cuyas inmediaciones se habían hallado icnitas (huellas, pisadas fosilizadas) de dinosaurios y que junto a ellas se había colocado una réplica a tamaño real del dinosaurio correspondiente. Así que al segundo o tercer día me decidí a ir hacia allá nada más salir del museo. Hice un cálculo de horas y kilómetros y, si no había percances, podría estar a cosa de las 10 de vuelta en el hostal -ya era otro, no el de Olga-. Así que a las 3 comí algo rápido y me puse en marcha con un exiguo equipaje; un chubasquero, unos frutos secos, agua, un mapa y, por supuesto, mi cámara fotográfica, una Minolta normalita, claro está, analógica. 

El primer pueblo de la ruta, Garray, exhibía las huellas y la recreación de un parasaurolophus. Paré, contemplé las huellas y proseguí. El siguiente pueblo sería Villar del Río, ya bastante alejado. Prometía ser el más espectacular, dado que allí se conservaban las icnitas de un enorme braquiosaurus y, previsiblemente, la recreación a tamaño real. Sin perder tiempo seguí pedaleando a buen ritmo. Pero he aquí mi suma estupidez; no advertí en el plano que tendría que atravesar un puerto, el puerto de Oncala (nunca olvidaré ese nombre). 

Lo subí, claro está, pero esto me retraso al menos dos horas con respecto a mi estimación. "Tendré que aumentar el ritmo y no detenerme apenas en los pueblos", pensé. El caso es que, pasado el puerto y algunos kilómetros más, distingo en lontananza el perfil de la enorme recreación del braquiosaurio en lo alto de una loma. Eso me espoleó para acelerar. He de admitir que dicha recreación me decepcionó bastante.Era de tamaño natural, quizás algo menor, pero muy mala, no tenía movimiento ni realismo y parecía un enorme estafermo, casi hierático y falto de vida. Pero bueno, hice mis fotografías y seguí camino hacia Bretún rápidamente dado que comenzaba a oscurecer. Y según llegaba allí fui temiendo lo peor; se me haría de noche al llegar y tendría que volver a Soria en total oscuridad. Por supuesto, no llevaba foco en la bicicleta. Pero no había elección, así que, asumiendo las circunstancias, seguí hasta Bretún. 



Cuando por fin llegué, efectivamente, era noche cerrada y empezaba a sentir un frío preocupante. Me maldije a mí mismo por no haber tenido en cuenta el puerto y por no haber cogido algo más de abrigo; una camiseta sin mangas y un fino chubasquero auguraban una noche toledana. El diminuto pueblo soriano, sumido en la fría noche, no mostraba signos de vida aparte de alguna tenue luz eléctrica que asomaba por la ventana de un par de casas. El único bar del pueblo, cerrado. El alojamiento, utópico. Como es de suponer, se me planteaban dos opciones, ninguna de ellas atractiva: emprender camino a Soria en la oscuridad absoluta o dormir al raso, pero esta vez sin saco de dormir y con un ridículo chubasquero azul. Finalmente, el cansancio y el miedo a accidentarme en el largo y negro camino de vuelta me hicieron optar por quedarme allí.

 
Y de nuevo sería el soportal de la iglesia el lugar elegido. Al menos allí estaría a salvo de la lluvia si arreciaba. Así que me acurruqué lo mejor que pude en el frío suelo a la débil luz de una farola lejana. El frío comenzaba a meterse en mis huesos. No en vano era noviembre. Me imaginé a la mañana siguiente estornudando como un poseso y maldiciendo mi necedad. Al poco rato comienzo a oír algo por allí cerca. Abro los ojos y al rato observo a dos perros; uno adulto de pelo blanco y negro -un perdiguero- y otro jovencillo, color canela. Este no paraba de intentar jugar con el otro, que le ignoraba. "Algo de compañía", pensé. Me incorporé y empecé a lanzarles los pocos frutos secos que me quedaban. Poco a poco fueron acercándose. El cachorro no dudo en venir junto a mí, pero el adulto se mostraba receloso. Al final se acercaron los dos, jugamos a la persecución del cacahuete y finalmente me recosté otra vez. Al poco rato tenía a los dos perros acurrucados sobre mí, literalmente subidos encima mía tratando de aprovechar mi calor, cosa que, obviamente, agradecí. 

Y así fue, me desperté con la primera luz de la mañana y ambos canes completamente dormidos sobre mi costado. Dolorido y atontado me puse en pie y los tres acabamos con los frutos secos que quedaban. Salí del soportal y ante mí, a unos metros, estaba la recreación de un triceratops junto a unas enormes huellas. Hice mis fotos e  intenté en vano encontrar un lugar donde desayunar. El frío me hizo ponerme en marcha lo antes posible para entrar en calor. Pero en ayunas, habiendo dormido poco y mal, y dolorido y entumecido, aquello se me hizo muy cuesta arriba, pero no había otra. Además tenía que estar a las 9 en Soria para trabajar. Durante el espantoso viaje de vuelta mi mente debió entrar en standby, como una máquina de pedalear que ni siente ni padece. No recuerdo nada de esas tres horas largas, salvo una sensación de sufrimiento asumido.

Es curioso como la mente tiende a filtrar los recuerdos conservando los mejores. Pesé a lo mal que lo pasé, recuerdo aquella historia como algo maravilloso. En realidad adoro esa sensación de estar con la bicicleta casi perdido en tierra desconocida, esa sensación de aventura e incertidumbre sobre dónde, cuándo y cómo vas a parar. El despertarme abrazado a aquellos dos perrillos fue un momento muy especial. Me sentí más animal. Percibí un tímido atisbo de la lucha por la supervivencia, en este caso mediante la simbiosis efímera con mis dos compañeros nocturnos. Es en esas ocasiones, cuando falta lo que consideramos esencial (una cena y un desayuno, una cama, una ducha caliente, un techo) cuando realmente lo valoras y te haces una somera idea de lo ultradomesticados que estamos, lo alejados que nos encontramos de los tiempos en los que cada día y cada noche eran una aventura incierta, aunque hoy día para muchísima gente sigue siendo así.
Y es que estas experiencias te modelan, te ofrecen perspectivas desconocidas que te permiten contemplar tu existencia de un modo distinto. Hay gente a la que se le viene el mundo encima cuando le faltan cosas nimias, cuando no han podido ir a la peluquería, cuando tienen que coger el metro o andar por estar sin coche, o cuando se quedan unas horas sin luz o agua. Hay gente ultradependiente, gente que ni se plantea siquiera  que las cosas pueden ir peor, mucho pero, infinitamente peor. Gente sin ningún tipo de preparación ni entrenamiento físico o mental para sobrellevar situaciones adversas, gente que se ahoga en un vaso de agua por haber pasado su vida entre algodones. El agua potable, ilimitada, surge con hacer un sencillo movimiento de muñeca; la luz y la energía, también ilimitadas, se obtienen presionando un interruptor; las distancias se cubren pagando a un taxista y el alimento es servido listo para ingerirse con sólo entregar una tarjeta de plástico. Escribo estás líneas desde una silla de ruedas tras haber sido operado por ruptura del tendón de Aquiles. Sólo darme una ducha me supone una aventura que me lleva un tiempo triple y montones de lentos preparativos.

En fin, que a veces la vida ofrece estímulos maravillosos cuando se ve uno en situaciones adversas o incluso críticas. Si todo está siempre resuelto, todo está fácil y al alcance, es posible que tendamos a buscar la aventura en asuntos turbios, aventura que, como seres exploradores que somos, nos es innata.  


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