miércoles, 30 de octubre de 2013

ROMA, RÉPLICAS, ÉXODO Y FARALAES

Continuaré exprimiendo lo que atesora mi memoria en cuanto a anécdotas y curiosidades relacionadas con mi trabajo de restaurador de arqueología, una vez más teñido de absurdo. Esta vez los hechos tuvieron lugar en una capital de provincia andaluza. Se trataba de restaurar varios mosaicos de época romana. Eran los suelos, los pavimentos de varias habitaciones de una antigua y lujosa villa que hoy día se ubica en plena ciudad. Los suelos que pisaron gentes pudientes de la Hispania, vinculadas a Roma y que quizás estén en nuestra ascendencia. 


Fue descubierta al realizarse las obras de excavación para la cimentación de un edificio de viviendas. Tras proteger, consolidar y entelar los tres mosaicos, unos 40 metros cuadrados en total, se extrajeron del suelo para ser trasladados a unas naves abandonadas que antes habían sido caballerizas del ejército. Allí los restauraríamos, les pondríamos sobre un nuevo soporte y los volveríamos a instalar en su lugar original, ya inmerso en un enorme sótano musealizado junto al garaje del gran edificio. Estuvimos medio año con ello. Recurriendo al tópico, un trabajo de chinos. Bueno, los chinos, entre otras cosas menos elogiables, se caracterizan por su capacidad para imitar casi todo con gran calidad. Y en ese sentido, como veréis en breve, fue enteramente un trabajo de chinos.

Los mosaicos una vez extraídos en piezas de tamaño manejable, son un conjunto de lo que podríamos llamar "alfombras teselares", es decir, miles de teselas (para quien no lo sepa, piedrecitas de forma cúbica) sujetas entre sí por  varias telas que se han adherido a ellas antes de la extracción.

Resumiendo, los pegamos por su reverso a unos paneles ultraligeros, lo limpiamos, lo consolidamos, reconstruimos parcialmente las zonas perdidas y  volvimos a colocar los mosaicos en su lugar original, entre los cimientos de los muros de las habitaciones de las cuales fueron sus suelos. Todo se hizo de forma metódica y modélica, pero algo vino a perturbar el proceso. Resultó que uno de los pilares de sustentación del edificio vino a situarse en el área que antes ocupaba uno de los mosaicos, lo cual hacia literalmente imposible volver a colocarlo sin mutilarlo practicándole un agujero circular. Obviamente, dicha opción era poco menos que una herejía por lo cuál ni siquiera llego a plantearse. La única salida viable a dicha contingencia fue la de llevar ese mosaico al museo arqueológico de la ciudad y colocar una réplica, una copia exacta de dicho mosaico en su lugar original. Y como imaginaréis es en este momento cuando puedo hablar realmente de trabajo de chinos. Centenas de miles de teselas tendrían que emplearse para dicha labor, por lo que recurrimos a un procedimiento distinto y más rápido que no puedo revelar pero que proporcionó resultados inmejorables.

Tras esta introducción técnica y por no aburrir, me centro ahora en el matiz berlanguiano, rematadamente absurdo, cómico y trágico a la vez, de algo que ocurrió el día que transportamos este mosaico desde las naves de las caballerizas hasta el museo. Me refiero al mosaico que copiamos y que no se pudo poner en su lugar original a causa de la presencia de la columna y que por tanto se llevó al museo arqueológico de la ciudad. Eran cerca de 30 metros cuadrados de pavimento divididos en 12 paneles de considerable tamaño. Los mayores requerían la participación de 4 personas para moverlos. Pues bien, llamamos a un transportista que, según nos aseguró, vendría acompañado de un par de operarios que colaborarían en la carga y descarga de los paneles. Sin embargo apareció él solo, aduciendo que ambos ayudantes habían sufrido una súbita indisposición, lo cual no nos resultó muy creíble, pero callamos. Total, que necesitábamos imperiosamente la ayuda de una cuarta persona. Entonces el transportista, de nombre Rafael, tuvo una idea que pasó a poner en práctica inmediatamente. El diálogo fue algo muy similar a esto:

- ¿Y ahora qué hacemos? Necesitamos un par de brazos más.-expuse yo.
- Na! Esto lo solucionó yo en un periquete. Esperarse aquí que vengo en un rato con alguien que nos ayude -responde Rafael.
- Ah, bueno... pero que sea alguien de confianza, por favor -apunto yo.
- No preocuparse -apostilla el transportista mientras sale de la nave.

Cerca de media hora después se oyen pasos de dos personas acercándose y la voz del transportista hablando sin parar en una especie de monólogo. Abren la puerta de la nave y entran. Me quedo estupefacto. La persona a la que el transportista ha logrado convencer para echarnos una mano es un hombre de raza negra, muy corpulento y con perilla. Todo normal de no ser porque aquel hombre va ataviado con un llamativo y vistoso vestido de faralaes puesto encima de su ropa habitual. Con tirantes, el vestido es de color azul prúsia moteado con lunares de color naranja. El hombre, serio, hierático e inexpresivo, se muestra como la antítesis de la gracia y el desparpajo que se le supone a una bailarina flamenca. Inmediatamente me viene a la mente, por el dicho popular, una imagen de San Antonio portando un cinturón de balas y un par de pistolas en su cintura. Parece no entender una sola palabra de lo que dice Rafael, que no para de parlotear ni un momento.

- Me he traído a este moreno grandullón. Es de los que se ponen ahí en la rotonda a vender "clines". Y se ponen el vestido para llamar la atención y que la gente les compre -explica Rafael.
- Ah, pues vale... estupendo -digo yo extendiendo mi mano al recién llegado.

El hombre de piel negra me mira con ojos fríos y dignos durante unos cinco segundos y extiende también su brazo. No habla ni sonríe ni gesticula. Se limita a hacer lo que de forma gestual y con palabras incomprensibles se le ha indicado. Inmediatamente empiezo a pensar en el efecto que producirá en la dirección del museo la colaboración en el porte de los mosaicos de un inmigrante subsahariano disfrazado de folklórica andaluza y concluyo que no es una buena idea que aquel hombre fuera de esa guisa, que daría impresión de poca seriedad. Finalmente lo pienso mejor y le pido con gestos que por favor se quite el vestido antes de salir hacia el museo. Parece entenderme y sin modificar un ápice su inexpresividad facial se desprende de su indumentaria, la dobla cuidadosamente y la deja sobre el asiento de la furgoneta. Empezamos a cargar las piezas del mosaico en la misma. Terminamos la tarea y nos subimos los tres al vehículo. Rafael lo pone en marcha en dirección al museo. Una vez allí descargamos diligentemente los mosaicos. En media hora la labor estaba concluida. Entonces veo que Rafael se me acerca para que le pague la cantidad estipulada.

- ¿Cuanto le vas a dar? -pregunto yo.
- 5 euros y va que se mata.
- ¿Cómo? ¿5 euros? Eso es insultante, hombre. Quizás habría sacado más vendiendo "clines" en este par de horas.
- Anda! Si estos hacen lo que sea por lo que les des.

Entonces veo que el transportista se acerca al negro y le extiende el billete junto a una palmadita en el hombro. El grandullón lo coge sin rechistar y lo guarda en su bolsillo. Después me mira con la misma expresión (o falta de expresión). Yo lo interpreto como una despedida. Tras titubear me acerco a él y le doy los 10 euros que me quedaban en el bolsillo tras pagar a Rafael. Éste me mira con mala cara. Le extiendo al africano de nuevo mi mano y le digo gracias. Él vuelve a mirarme unos segundos y aprieta mi mano. Esta vez creo notar algo en su mirada. Quiero pensar que me ha dado las gracias también, destilando a la vez un esfuerzo por mantener su dignidad. Ambos se suben a la furgoneta. Rafael le dejaría de nuevo en el cruce donde le recogió.

Amadou, que quizás así se llamase, volvería a enfundarse el vestido de faralaes y a ofrecer paquetes de "clines" a los conductores, probablemente impertérrito y con el mismo semblante mudo. Quizás no se tenga nada que decir ni que expresar si uno se ve totalmente solo y convertido en una especie de bufón en una tierra extraña haciendo cualquier cosa por unas monedas. 

Otro día vuelvo a verle a lo lejos. Me acerco a él. Una mujer de etnia gitana le increpa al pasar. Él la mira indiferente sin comprender una palabra. Está como imaginaba, con aquel vestido en el que apenas cabe, esperando a que llegue la siguiente hornada de coches. A unos metros de él hay otro inmigrante con similar indumentaria. Éste, más esbelto y animoso, adorna su intento de venta de "clines" con un remedo de baile español que resulta tan cómico como triste. Amadou sin embargo se acerca lentamente a un coche extendiendo su brazo con un paquete de pañuelos en su mano. La conductora, riendo, hace un gesto negativo. Impasible se acerca a otro vehículo con el mismo resultado. Y otro. El semáforo se pone en verde y Amadou se retira a la sombra de un árbol en el centro de la rotonda. Su compañero hace lo propio. Él ha logrado vender un paquete. Otra manada de coches y el resultado es el mismo. Quizás ambos, Amadou y su compañero, tuvieran que darle un porcentaje de lo obtenido a algún pícaro que hubiese ideado una oportunidad de negocio facilitándoles los vestidos. Entonces pienso que yo estaba equivocado. Puede que los 5 euros que le dio Rafael fuesen más de lo que puede obtener en dos horas de venta de "clines", y además libre de ese ridículo atuendo con el que apenas puede moverse.. Pensar esto me hizo sentir bien por unos segundos, pero sólo por unos segundos.

Pasa el tiempo y, lógicamente, me olvido de Amadou y me centro en los mosaicos. Hoy le recuerdo. Guardo su mirada limpia y su dignidad a prueba de faralaes.





5 comentarios:

  1. Hiciste muy bien en darle más. Ahora nos vuelve a tocar a nosotros ser emigrantes y hacer cualquier cosa por subsistir.
    Me encantan tus textos y tus anécdotas.

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  2. Aunque no te lo creas me ha enternecido.
    Un abrazo

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  3. Buena entrada que, además de enseñarnos un excelente trabajo de restauración del patrimonio histórico-artístico, nos muestra la realidad de nuestro país, con una mezcla de humor, sarcasmo y ternura, al mismo tiempo que refleja lo buena persona que eres ¡Enhorabuena Carlos!

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